Hace un par de días me llegó a carta una casa del banco. No suelo recibir muchas últimamente, más que nada porque es poco (por no decir ninguno) el dinero que entra o sale de mi cuenta. Desde que terminé la carrera, y como más de la mitad de los jóvenes de España, son incontables los currículos que he enviado sin obtener respuesta satisfactoria. Es triste e irónico, pero tenía más dinero y trabajo cuando estudiaba la licenciatura que ahora que tengo ésta y unos cuantos másters, así que las entidades bancarias suelen dejarme relativamente en paz.
El caso es que en la carta el banco se ponía en contacto conmigo para informarme de que, después de mi próximo 26 cumpleaños dejaré de ser joven y empezarán a cobrarme una cuota trimestral a no ser que domicilie mi nómina. Nómina… Hacía tanto que no oía esa palabra que casi tuve que ir al diccionario para buscar su significado, pero entonces recordé que era eso que antes tenía todos los meses, cuando dejaba que me explotasen por la esperanza de un futuro mejor.
Evidentemente no tengo ninguna nómina ni trabajo, así que hoy me acerqué al banco para ver si era capaz de entenderme con aquellos señores de traje y corbata que estaban detrás de un mostrador. Les expliqué que, aunque ellos dejen de considerarme joven, sigo estando en paro y dependiendo de mis padres más que cuando tenía dieciséis años. También que, aunque a los 26 ya no pueda tener una cuenta joven, sí que tengo una tarjeta de crédito joven con ellos y que me permiten tenerla hasta los 30 años (es decir, que los de la tarjeta siguen pensando en mí como en una joven). Parecerá una tontería, pero quería mantener abierta una cuenta que mis padres me abrieron tanto tiempo atrás, al poco de nacer.
Sin embargo, ninguno de mis argumentos resultaron efectivos. Después de un largo rato de conversación, todo lo que obtuve del empleado de la entidad fue una sonrisa, aderezada con un «lo siento joven, pero es lo que hay». Y no tuve nada más que añadir. De esta forma, con una simple pero relevante frase, mi banco y yo terminábamos una relación de más de un cuarto de siglo. No es que fuera elevada la cuota que debía pagar, pero en mi situación cualquier cantidad es significativa. Además, se trata de una cuestión de principios. ¿Tengo que pagar al banco por tener mi dinero con ellos? ¿He de pagarles para que negocien con MI dinero porque no tengo domiciliada una nómina con ellos? Lo siento, pero me niego. Bastantes atropellos tenemos que asumir día tras día con resignación como para conformarme con uno más, por muy pequeño que éste sea.
Al margen de lo anecdótica que pueda resultar la historia, reconozco que ésta y la cercanía de mi próximo cumpleaños me dan qué pensar. Siempre imaginé que cuando cumpliera 26 años tendría cierta estabilidad, que podría desarrollarme profesionalmente en un ambiente en el que me sintiera realizada y viviría independiente, entre otras cuestiones. Pero, como dice cierta canción «lo peor es que pasa el tiempo y no he mejorado ni mucho»; sino, más bien todo lo contrario.
Como tantos otros de mi generación, me creí el cuento de que si me esforzaba mucho algún día llegaría a ser lo que quisiera. Escuché tantas veces la fábula de La cigarra y la hormiga que interioricé a pies juntillas su moraleja. La sociedad, no sólo mis padres, también mis maestros y mi entorno más cercano, me convencieron de que las noches en vela por los exámenes, los trabajos a tiempo parcial o los viajes al extranjero (que en ocasiones mostraron su cara más amarga) se verían recompensados, por lo que siempre tenía que intentar ser la mejor. Sin embargo, los años han pasado y ahora mismo todo lo que queda es la quimera de lo que un día fue una ilusión.
Así que, en un día como hoy sólo puedo pensar y compartir las palabras de aquel empleado de banco: «lo siento por ti (por nosotros) joven». Y no porque sea «lo que hay», como éste decía, sino porque un día decidiste (decidimos) tener el atrevimiento de soñar.
Saludos desde este lado del cristal.